La Inmaculada Virgen María es indiscutiblemente la más importante puerta que se abre para llevar nuestras peticiones a Nuestro Dios Padre.
Nuestras oraciones llevadas como delicadas ofrendas en las tiernas manos de Nuestra Madre Celestial, representan el deleite más candoroso para Nuestro Señor.
¡¡Ningún santo, habido o por haber, logrará la misma atención amorosa que la que ofrece Dios a las súplicas de la Divina Madre de su Unigénito, Jesús Señor Nuestro!!
No dejaremos de tener un Santo predilecto, a quien pedimos su intercesión con Dios para obtener un beneficio o favor especial, sea éste, San Francisco de Asís, San Judas Tadeo, San Antonio de Padua o cualquier otro hombre o mujer canonizados. Pero no debemos olvidar jamás, que la Virgen María está junto al Padre y al Hijo en el Trono Celestial.
La Santa Virgen María, Santa por su Divinidad, fue escogida por Dios para ser la Madre de su Hijo y Salvador de toda la humanidad, es en sí Corredentora, por haber engendrado por obra del Espíritu Santo a Nuestro Señor Jesucristo.
Nació sin pecado original y fue virgen inmaculada toda su vida y a su muerte fue elevada en cuerpo y alma al Reino Celestial.
Es necesario aclarar que la Virgen María es Una Sola y si se le venera bajo diferentes nombres que llamamos Advocaciones Marianas, que es una alusión mística relativa a apariciones, dones o atributos de la Virgen María.
Aunque el nombre sea diferente al atributo relativo a la Virgen María siempre se refiere únicamente a ésta, así se haga mención a varios nombres en un mismo momento, la instancia es la misma, la Santìsima Virgen María.
Vayamos pues por el camino que Jesús nos indica, con paso firme y alegría perfecta a la meta a la que Él mismo nos conduce, nuestra salvación.
Personalmente, creo y es parte de mi fe que la dulce y bendita Madre de Dios, la Santísima Virgen María, me acompaña y protege en todas las etapas de mi vida. Dos testimonios que me atrevo a narrarles hoy, son la elocuencia más contundente de mi devoción y amor a mi Madre de los Cielos y a mi santa madre terrenal.
No tendría más de tres meses de nacido y habiendo sido bautizado a los dos meses de edad, estaba muy en paz durmiendo en mi cuna y a mi lado mi madre contemplándome con su dulce mirada de amor. De repente, según después me lo relató mi madre muchas veces, apareció al costado de mi cuna una imagen radiante de la Virgen María, pensó mi madre que estaba soñando o tal vez imaginando, pero se puso de rodillas mientras observaba que la Madre de Dios, despojándose de su sagrado manto me lo colocaba encima de mi pequeño cuerpo con una sonrisa de felicidad. Cerró un instante mi madre los ojos para pronunciar una oración, y cuando los volvió a abrir no había nadie, solamente su pequeño hijo despierto y riendo muy complacidamente.
¡Bendito Sea Dios!, pues desde ese momento mi madre me encomendó a la Virgen María para que me protegiera y cuidara y cuando Dios dispusiera el fin de mi paso por este mundo, llevara en sus brazos mi alma al lugar que el Todopoderoso le indicara.
Tenía a lo mucho trece años de edad, cuando una enfermedad me postró en cama y durante tres meses permanecí en un hospital, donde diariamente mi madre acudía a darme su cariño y amor. Una noche me puse muy grave debido a una complicación y los médicos se lo comunicaron a mi madre y le aconsejaron traer al sacerdote del hospital para que me pusiera los Santos Óleos, porque difícilmente yo volvería a ver la luz del día. Así lo hizo mi madre y entre lágrimas y desesperación se quedó de rodillas junto a mi lecho, pidiendo a la Virgencita que me salvara. Al amanecer desperté y vi la luz del día, el dulce rostro de la Virgen María y el amor de mi santa madre.
Gracias les doy con todo amor y humildad a Jesús Sacramentado, a la Dulce Virgen María y a San Francisco de Asís, los tres pilares donde se sostienen mi fe, mi amor y todos los principios que mi madre quiso y supo poner en mi corazón.
Alabado y Adorado sea por siempre Jesús Sacramentado
¡¡¡Viva Cristo Rey!!!