miércoles, 18 de marzo de 2015

La Virgen María en la Cuaresma y en la Pasión de Jesús.

¡Oh dulcísima Virgen María, Santa Madre de Dios, permite que en este preámbulo de la Inmolación de tu Divino Hijo, intente  describir lo indescriptible, sentir en el alma el éxtasis de un dolor que solamente tú, oh reina mía, pudiste experimentar!

El próximo viernes de la quinta semana de Cuaresma, la liturgia establece un Rito Ceremonial que recuerda el infinito sufrimiento y dolor de la madre de Jesús, nuestro Redentor.

No hay testimonios, ni de palabra ni de escritura que nos digan qué sucedía en María durante las horas terribles en que su Divino Hijo fue traicionado por uno de sus discípulos y entregado al romano Pilatos para ser juzgado como un vulgar criminal. Y que éste lavándose las manos le arrojó a la miserable muchedumbre que pedía a gritos su vida para saciar la perversidad de sus insensibles corazones.

María, de seguro, no desconocía lo que estaba sucediendo con su amadísimo y Divino Hijo... ¡Cuán grande sería la angustia y el dolor que se clavaban en su bendito corazón ante el palpable horror de los abominables hechos! 

Era una herida de la espada que atravesaba su corazón, tal como se lo había predicho el anciano Simeón, el día de la presentación al templo del pequeño Jesús.

Tal vez, también la Santísima Madre, fue testigo presente de todos los insultos, oprobios  y vejaciones con que la bestialidad del populacho y la incultura de la soldadesca romana laceraron el cuerpo de Jesús, su Divino Hijo.

Imaginémonos qué tribulación tan inmensa sacudieron en esos horrendos momentos las más sensibles y finas fibras de su celestial alma. Solo la fe y la obediencia a la voluntad de Dios, una vez más, le dieron la fortaleza para soportar en silencio y con humildad su dolor de madre.

El Viernes Santo, la Virgen  María acompañó a su amado hijo durante todo el camino de pasión hacia la cima del Gólgota. Lo hizo calladamente, observándolo de lejos, con el corazón atravesado por  el dolor de la espada profética de Simeón. Sus delicados piececitos sangraban heridos por el filo de los cascajos del camino al Gólgota. Y al unísono sangrado interno de su amor de madre, sus dulces ojos derramaban lagrimas de infinita amargura.

Llegó el momento tan ansiado por ella, cuando Jesús con su cruz a cuestas, divisó a su madre en la multitud y sus miradas se cruzaron, ¡qué dulce conjunción de amor y de dolor!, ¡qué sinfonía de amalgama de hijo y madre en una callada caricia de majestuosa y mutua divinidad!.

Y siguió el cortejo del sacrificio del Cordero de Dios, y llegando al final del camino en la tierra se iniciaba el de la Salvación de la Humanidad. Y Jesús fue clavado en la cruz y su madre observaba y lloraba, y junto a su amado hijo sufría también su  propia agonía. 

Jesús viéndola la ungió como madre nuestra diciendo "Mujer he ahí a tu hijo" refiriéndose a Juan y con él a todos los hombres, y luego para confirmar lo primeramente expresado,  le dice a Juan  "He ahí a tu madre".

Y se cumple lo decretado por la Voluntad de Dios, Jesús expira en la cruz y los hombres han obtenido a cambio de su muerte la vida eterna.

El cuerpo de Jesús es bajado de la cruz y puesto en los brazos de su Santísima Madre que sollozando y envuelta en el más inmenso sentimiento de dolor y amor, recuerda  la primera noche del nacimiento de Jesús en Belén,  en que le dio toda la alegría y toda la ternura, cuando lo estrechó en sus brazos y lo acercó a su corazón.


¡Dulce Virgen María, amor de mi vida, consuelo de mis pesares, 

hoy quiero acompañarte en tu Vía Crucis, 

siguiendo a Jesús, para darle a Él mi vida,

y a tí mi corazón!.



Alabado y Adorado sea por siempre Jesús Sacramentado

¡¡¡Viva Cristo Rey!!!

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